Artículo originalmente publicado por Antonio Adsuar – el día 24- 09 – 2023 en la versión digital de www.informacion.es
«Alicantino, borracho y fino». Seguro que has escuchado, bienvenido lector que arrancas la lectura de esta columna con aires renovados de septiembre, esta frase.
Desconozco la historia de esta sentencia y no sé cuando empezó a utilizarse. No obstante, me aventuro a afirmar que en el siglo XVI, que es la centuria en que se va a centrar este artículo, aún no se usaba.
Si hubiera existido una definición sintética del carácter e idiosincrasia de Alicante en los primeros momentos de la Edad Moderna(1500-1800), esta podría haber sido, me atrevo a especular, «alicantino, vinatero y comerciante».
Estos dos elementos, la presencia de un vino apreciado en toda Europa, el fondillón (del que hablaré algo más extensamente después), y el talante comercial y abierto de la ciudad, imprimieron su sello a nuestra urbe del Benacantil desde bien antiguo.
Alicante era una ciudad mercantil, que vivía del intercambio. Aportaba vino y otros productos a los mercados y recibía y redistribuía otros muy diversos. Destaca siempre, ya desde el inicio de la Edad Moderna, la conexión comercial con Madrid.
Muchos creen que la especial relación con la capital de España empezó con la aparición del ferrocarril en 1858. Esto no es cierto; por muchos motivos, fundamentalmente geográficos, fuimos desde antaño una de las principales entradas de productos por vía marítima hacia Madrid.
Ya tenemos entonces dibujado el perfil básico de nuestra urbe, su forma de vida y sustento. Profundicemos algo más en este cosmos portuario-vinatero.
Como bien dice siempre mi gran amigo y divulgador Miguel Ángel Pérez-Oca, Alicante ha sido por siglos un puerto con huerta, mientras que Valencia ha sido una huerta con puerto.
Y añado yo de mi cosecha (ya que estamos hablado todo el tiempo en estas líneas de vino) que el puerto de Valencia es muy tardío realmente, no estuvo hasta la edad contemporánea verdaderamente operativo.
Demos un paso más en nuestro análisis, ahondemos en las raíces más profundas del sentido antiguo alicantino. Para producir vino y otros productos exportables de la huerta se necesita, evidentemente, agua.
Y como todos sabemos, estimado lector, agua no es precisamente aquello que nos sobra por estas contradas de la Terreta.
El único río de la zona próxima a Alicante, el Monnegre, que desemboca en término de El Campello, es conocido también como «río seco». No hay nada más que añadir, mi señoría.
No obstante, y apoyándonos en otra frase clásica, los alicantinos fueron para adelante. El carácter emprendedor de nuestros antepasados les llevó a construir entre 1580 y 1594 el Pantano de Tibi.
Esta magna obra hidraúlica, con sus cuarenta metros de altura, fue en su época la presa más importante de Europa. Y, como has podido observar, no se tardó tanto en construirla.
Alicante sabía que el agua era clave para que el motor de su producción, su fértil huerta, impulsara un comercio fundamental para la ciudad.
Sigamos con algunas consideraciones histórico-agrícolas interesantes, que nos ayudarán a entender mejor el sistema productivo del siglo XVI.
El agua es y será, poder. Pensemos que en aquella época preindustrial esto era aún más cierto que ahora. Pero claro, el agua no nos sirve de nada si no tenemos tierra que cultivar.
En el 1500 la oligarquía alicantina clásica, esa que mostraba su poderío poseyendo una casa en la calle labradores del centro de la ciudad, era propietaria de un 70% de las parcelas de la huerta.
Las clases dominantes, siempre avispadas y maquiavélicas en la defensa de sus intereses, idearon un sistema beneficioso para ellas que condicionaba la venta de agua a partir de la aparición en escena del pantano de Tibi.
Al agua se conceptuó a nivel jurídico, determinando la existencia de dos tipos: el agua vieja y el agua nueva. Expliquemos la diferencia y verás claro, avispado lector, el truco de los poderosos.
El agua vieja, proveniente del río Monnegre y de las fuentes tradicionales, había sido controlada desde siempre por la oligarquía. Este tipo de agua se podía vender libremente.
Sin embargo, el agua nueva, que era la que procedía del neo-pantano de Tibi, no se podía pasar a la venta con libertad. Han de poseerse previamente tierras para proceder a su comercialización.
¿Recuerdas memorioso lector quién dijimos que atesoraba el 70% de la tierra de nuestra huerta? Bingo, la misma clase dominante que impuso el sistema organizado entorno a la distinción de «agua nueva/agua vieja».
Como dijeron los clásicos, los pudientes siempre son muy hábiles cambiando todo para que nada cambie y consiguieron que la novedosa aparición del pantano de Tibi no socavara su tradicional y secular poder.
Centrémonos ahora en el vino fondillón, nuestro producto estrella como dije antes. Este caldo alicantino tan propio se caracteriza por su alta graduación natural.
Ha de producirse íntegramente con la variedad de uva Monastrell, propia de de nuestras tierras.
Se trata de un vino franco, que fue muy consumido en las cortes europeas de la Edad Moderna. Nobles y príncipes de toda Europa lo llamaron durante centurias a su mesa y su exportación creció enormemente, llevando lejos el nombre de Alicante y enriqueciendo a nuestra urbe del Benacantil.
Lo elogiaron entre otros Shakespeare, Alejandro Dumas y Dostoyevski.
Desde su más que probable lugar de nacimiento, la ciudad de Alicante, se ha expandido actualmente por las tierras del Vinalopó, donde se cultiva hoy en día ampliamente. Hace unas décadas, tras vivir en un olvido casi total que lo llevó al borde de la desaparición, el fondillón ha resurgido.
Creo que hemos de estar contentos. Una de nuestras mayores señas de identidad, un producto clave para entender nuestro pasado, ha ganado una segunda vida.
Ahora que ya conocemos algo mejor el fondillón, volvamos a nuestro relato principal para acabar de redondear el contexto de nuestro auge económico del siglo XVI.
En 1570 se aprobó una ley que no permitía la entrada en Alicante de la producción vinatera foránea si no se había consumido la propia. Medidas proteccionistas como esta fomentaron sin duda las creaciones locales.
No este el lugar de desarrollar extensamente ideas sobre nuestro excelente puerto natural (ya lo hicimos en otros artículos de este diario como «Alicante, alma de puerto») pero es importante remarcar que todo este universo cosechero-comercial nunca hubiera sido posible sin la presencia de nuestra gran dársena, esculpida de manera casi perfecta por la geografía.
Sin la existencia de nuestro puerto, toda esta proyección mercantil hacia el exterior que dio sentido a nuestra huerta nunca se hubiera dado.
Tampoco puedo extenderme hoy, ni quiero abusar de tu atención amable lector, explicando la historia de las cientos de familias extranjeras (sobre todo italianas y francesas) que se establecieron entre nosotros.
Estas clases altas foráneas, como por ejemplo los Maisonnave (provenientes en este caso de Francia), se «alicantinizaron» y se fueron fusionando por vía matrimonial con las élites clásicas alicantinas.
Unidas, estas dinastías potenciaron el binomio puerto-huerta y en el siglo XVI Alicante vivió un crecimiento importante, que llegaría a su culmen en el siglo XVIII, la centuria de oro de nuestra ciudad.
Cabe añadir a estos dos elementos cruciales nuestro castillo-fortaleza en el Benacantil. En los siglos pretéritos construir una ciudad tan cerca del mar, cuyo centro estuviera prácticamente tocando el agua, era un locura que nuestros antepasados no solían cometer.
¿Por qué? Sencillamente porque no era seguro, de la mar llegaban numerosos peligros. Sin embargo, en Alicante de nuevo la geografía ha jugado a nuestro favor y ha situado muy convenientemente una elevación sublime y bien defendible que posibilita construir una ciudad próspera que viva de cara al mar.
Ya tenemos, por lo tanto, los tres elementos de la trilogía alicantina: puerto, huerta y castillo. Esta combinación tan feliz, esta configuración tan particular, me he llevado a afirmar en muchas ocasiones que «Alicante es su geografía».
Nuestra urbe es hija, sobre todo y básicamente, de sus especiales y benévolas condiciones espaciales.
Cerremos ya con una conclusión. Alicante ha sido siempre como hemos podido observar una villa abierta. Desde que en 1490 Fernando el Católico le otorgara el título de ciudad, la urbe prosperó enormemente.
El siglo XVI, una centuria con mayor paz al haberse terminado las disputas entre las Coronas de Aragón y Castilla gracias al matrimonio de los Reyes Católicos en el siglo anterior, fue muy bueno para Alicante.
Por fin su especial combinación castillo-puerto-huerta empezó a funcionar a pleno rendimiento.
Comprender los elementos que están en la base de nuestra prosperidad como sociedad y que han marcado a su vez nuestra idiosincrasia más profunda nos ayuda a entender aquello que somos hoy a través de una lectura de nuestro propio pasado.